La fragancia es el suave aroma que despiden muchas bellas flores para que lo disfruten los insectos y también los hombres, que lo percibimos mediante el olfato. Lo emanan las rosas, los nardos, las violetas, los jazmines, los lirios, las gardenias, los arbustos de lavanda, los cítricos, las acacias, los eucaliptus y muchas otras matas, chicas y grandes. Los alquimistas, desde la antigüedad, y los químicos en la actualidad, han encontrado la fórmula para reproducirlos como ‘perfumes’ y son parte de la amplia gama de los cosméticos.
Los insectos, atraídos por lo fragancia natural de las flores, favorecen la transferencia del polen y la consecuente fecundación de los árboles; los hombres se aplican perfumes para que su presencia ‘caiga bien’ a quienes se les acerquen.
A la par de la música también los perfumes tuvieron pronto acceso al ámbito cultual. Prueba de ello es el uso del incienso de aplicación casi universal. Su aroma, hecho visible por la nube de humo blanco que se eleva hacia lo alto, ha llegado a ser el símbolo de la adoración de la divinidad y, al mismo tiempo, de las plegarias de los fieles, que suben hasta donde está Dios y que suplican bendiciones. En la Biblia, en el Libro de los Salmos, podemos cantar un poema realmente impactante, que identifica la unión fraterna con la ofrenda sacerdotal perfecta: ¡Mira qué suave y agradable vivir los hermanos reunidos! / Es como perfume precioso en la cabeza, de Aarón; / que gotea hasta la orla de su manto. / Es cual rocío del Hermón / que cae sobre los montes de Sión. / Porque allí manda el Señor su bendición, / y la vida para siempre, (Sal 133).
En el culto cristiano el perfume va y viene entre el cielo y la tierra como el propio Espíritu Santo. El Crisma, que es aceite di olivo, mezclado con perfume y consagrado, es utilizado en los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y del Orden, con el fin de explicitar la plena comunión de los ‘cristianos’ con el ‘Cristo’, título que significa: el ‘Ungido’ del Padre por el Espíritu Santo.
La hagiografía, así llamada porque narra la biografía de los santos, atestigua que muchos de ellos, y de una manera especial los que se caracterizaban por el amor al prójimo más necesitado, emanaban de sus propios cuerpos dulcísimos aromas, celestiales porque no identificados en la tierra.
Fue éste el motivo por el que Jesús, el Cristo, cuando fue ungido por una mujer, en Betania, en la casa de Simón el leproso, ordenó que _.,¿Iba a entregar voluntariamente por amor (cfr. Mc 14,3-9).
El auténtico culto cristiano, inaugurado por Jesucristo en el Altar de la Cruz, es el amor que crea comunión, que no sólo se cumple hacia quienes nos preceden en el amor, como es Dios y como son nuestros bienhechores, sino el amor que se actualiza hacia nuestros malhechores. Esto es lo que dice San Pablo en la Carta a los Romanos: ‘Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que os ofrezcáis a vosotros mismos como un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual. Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto’ (Rm 12,1-2).
Después de la sepultura apresurada, que se le dio a Jesús el viernes, fueron las mujeres, que más lo amaban, que retornaron a su sepulcro de mañana el primer día de la semana con perfumes para embalsamarlo, y les tocó recibir la noticia de su resurrección (cfr. Mc 16,1). Podríamos decir que la resurrección de Jesús fue una noticia compenetrada de la más sublime fragancia porque era acompañada por el saludo de paz con el que el Señor perdonaba y comunicaba su Espíritu (cfr. Jn 20,21-22).
Pues el amor fraterno, en este tiempo de contaminación es la mejor fragancia, incontaminada, de la que debiéramos partir para volver a oxigenar la atmósfera terrestre.