Gian Claudio Beccarelli Ferrari
Después de haber sido bautizado en el río Jordán, Jesús empezó a recorrer los caminos de Galilea para visitar las sinagogas y anunciar, en todas partes, que el Reino de Dios había llegado y que estaba presente en su persona.
Lo manifestaba curando a cuantos enfermos encontraba y sacando los espíritus inmundos del corazón de todos los malhumorados. Así se propagaba, a su alrededor, una profunda y amplia alegría que alimentaba la esperanza de quienes, hasta entonces, habían padecido la angustia de no verse amados por nadie.
Sus obras, que en realidad eran milagros, atestiguaban su poder divino y comprobaban que Él era, efectivamente, el Emanuel, el ‘Dios con nosotros’ prometido por los verdaderos profetas.
Sin embargo, al poco tiempo, empezó a experimentar resistencia, e inclusive oposición, de parte de aquellos que no soportaban un cambio tan radical de la condición humana. La rebeldía le venía de quienes tenían el hábito de oprimir a los débiles y de explotar a los pobres. Evidentemente a éstos no les convenía que Jesús, quien ya empezaba a ser reconocido por muchos como el Mesías, triunfara. El mundo se alarmó, le tuvo miedo, y, a consecuencia de ello, se compactaron dos grupos opuestos. De un lado las autoridades, tanto las religiosas como las civiles, y todos los que compartían con ellas privilegios, lo estaban persiguiendo constantemente para hallar la manera de derramar su sangre. Del otro lado los hambrientos y sedientes de justicia, quienes empezaron a atrincherarse a su alrededor no únicamente para protegerlo, sino sobre todo para entrar en su Reinado.
Los habitantes de Galilea, de Samaria y de Judea, durante tres años siguieron las andanzas de Jesús de Nazaret, con mucho interés, porque, como se dice, la pelota seguía en el aire, y no sabía uno dónde pudiera caer. La lucha entre los dos bandos no menguaba; de lo contrario se estaba haciendo siempre más virulenta. El ápice de la pelea llegó después de que Jesús, en un sitio apartado en las afueras de Cesarea de Filipo, organizó a sus discípulos con el propósito de que dieran seguimiento a sus programas, y desde allí, empezó su marcha hacia Jerusalén, para enfrentar, en el Templo, a los Saduceos que lo tenían abusivamente ocupado, reduciéndolo a una ‘cueva de ladrones’. Durante el camino, sucesivamente por tres veces, estuvo preparando a los discípulos para que no se escandalizaran de lo que sucedería en la Ciudad santa. Les decía: ‘Vamos a Jerusalén, donde el Hijo del hombre caerá en las manos de los Sumos Sacerdotes, de los Ancianos del pueblo y de los miembros del Sanedrín, quienes lo matarán. Pero al tercer día resucitará.
Al llegar a la capital, organizo de una manera sensacional su entrada en la ciudad, para que todo mundo se enterara de la llegada del Mesías. Fue al Templo, expulsó a los Saduceos y les sentenció que serían sustituidos por otros administradores dignos de confianza. Al preguntarles ellos con qué autoridad lo estaba haciendo, les contestó tajantemente que lo hacía porque era el Hijo de Dios.
Explicó luego a sus discípulos que tenían de cuidarse de la levadura de los fariseos y de la de los herodianos, porque el ateísmo los cegaría haciéndolos tan perverso como los mismos saduceos. Les dijo también que el núcleo del problema de los seres humanos consiste en creerle a Dios y no a su opositor que es el dinero. El que le cree a Dios, con su poder, puede mover montañas para echarlas al abismo: pueden tumbar el Templo de Jerusalén y sustituirlo con otro, hecho de piedras vivas. Luego condujo a los discípulos delante de la alcancía en la que los ricos echaban grandes sumas, a diferencia de una viuda pobre, que dejó caer en ella sólo dos moneditas, las últimas que le quedaban para vivir, ya que creía que Dios, el día siguiente, le proveería lo necesario para seguir viviendo.
En Jerusalén Jesús, como lo había predicho, fue delatado por uno de sus propios discípulos, fue apresado, juzgado y condenado a la muerte por crucifixión. Después de haber sido sepultado, al tercer día dejó vacío el sepulcro, y resucitó: subió al cielo y se sentó a la derecha de su Padre, donde fue constituido Kyrios, Señor del cielo y de la tierra.