Gian Claudio Beccarelli Ferrari
Por hermenéutica se entiende el arte de interpretar cualquier texto escrito, e inclusive eventos sociales o históricos. Está emparentada con la exégesis, pero tiene un sentido un poco más amplio. Utiliza, como su herramienta propia e imprescindible, la filología, que explica el origen de cada palabra, y cómo a menudo se ocupa en descifrar textos redactados en idiomas antiguos, hay que aplicarla con mucho esmero para lograr buenas traducciones. Obviamente la hermenéutica bíblica es el arte de interpretar correctamente la Sagrada Escritura, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.
Cuando tomamos en nuestras manos un pasaje bíblico y empezamos a leerlo, siempre es necesario que primero investiguemos cuál es su sentido literal originario. Nos ayuda, para ello, tomar en cuenta quién es su autor humano, en qué tiempo, en cuáles circunstancias y para qué ha sido redactado. Luego hay que verificar si ese mismo texto, en épocas posteriores, ha sido utilizado con un sentido alegórico. El sentido alegórico es como una plusvalía adquirida, muy importante, que complementa su mensaje literal.
Se llama alegórico un vocablo, o alegórico un texto, cuando a su sentido literal se le sobrepone un sentido simbólico. Por ejemplo, la palabra ‘semilla’ se vuelve alegórica cuando convencionalmente se le atribuye el sentido de ‘palabra de Dios’, así como los textos del Éxodo, que narran la salida del pueblo de Israel de la esclavitud del Faraón, se vuelven alegóricos cuando son interpretados simbólicamente para significar cualquier liberación interior, como podría ser de la esclavitud del pecado. De la misma manera, en el lenguaje bíblico, cuando hablamos de ‘camino’ no nos referimos a una vereda o a un traslado de un lugar a otro, sino a un proceso interior mediante el cual cambiamos nuestra manera de pensar.
Gracias al uso abundante de la interpretación alegórica sucede que los textos de la Sagrada Escritura alcanzan su sentido ‘pleno’. Significa que su sentido literal originario ha sido elevado paulatinamente al nivel de una profecía que resulta efectivamente cumplida, más adelante, de una manera sorprendente. Como prueba de lo que estoy diciendo puedo citar lo que anunció Isaías, de parte de Dios, al rey Ajaz: “Volvió Yahvé a hablar a Ajaz diciendo: ‘Pide para ti una señal de Yahvé tu Dios, en lo profundo del Seol o en lo más alto’. Dijo Ajaz: ‘No la pediré, no tentaré a Yahvé’. Dijo Isaías: ‘Oíd, pues, casa de David: ¿Os parece poco cansar a los hombres, que cansáis también a mi Dios? Pues, bien, el Señor mismo va a daros una señal: He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel’” (Is 7,10-14). Este mensaje, enriquecido por Miquea 5,1-3, según el evangelista Mateo alcanzó su sentido pleno en el nacimiento virginal de Jesús, el Mesías (cfr. Mt 1,22-23).
El sentido literal, alegórico y pleno son propiedades inherentes al lenguaje de la Biblia, cuyos distintos libros han sido escritos por autores humanos: unos de estos autores son personas concretas que conocemos con exactitud, pero otros son más bien equipos o, inclusive, anónimos que se quedaron intencionalmente ocultados detrás de los nombres de sus maestros más famosos. A pesar de eso la Biblia entera ostenta una unidad interior que no se explica sino reconociendo que es el fruto de un verdadero milagro. Esto se debe al hecho de su inspiración divina, que hace de Dios mismo su autor principal.
En fuerza de esta ‘inspiración divina’, a través de la Sagrada Escritura, Dios sigue hablando con sus hijos, los hombres, también en la actualidad, y lo hace según la necesidad de cada uno. Lo hace con todos nosotros cuando permanecemos en comunión con la Iglesia, dejándonos guiar dócilmente por ella, a la que el Espíritu Santo asiste con fidelidad, para que no nos desviemos inventando interpretaciones excéntricas a nuestro antojo.
Al dialogar sinceramente con Dios, utilizando la Biblia en comunión con la Iglesia, descubrimos, por último, el que se llama su ‘sentido espiritual’ o anagógico, que en realidad es un don de orden místico. Lo experimentamos cuando la Palabra de Dios nos ilumina a nivel personal para que entremos en conversión, obedezcamos gozosamente a las inspiraciones del Espíritu y así vayamos configurando nuestro ser interior a imagen de Jesucristo, el Unigénito de Dios, el Justo. Después de esto podremos decir, como lo decía san Pablo: ‘Ya no soy yo que vivo, porque es Cristo que vive en mí’ (Ga 2,20).