Gian Claudio Beccarelli Ferrari
La crisis existencial, el desaliento, la pesadumbre por la propia esterilidad interior, y distintas formas de depresiones, son estados de ánimo bastante comunes que nos afectan a lo largo de la vida. Se deben a causas frustrantes, a complejos de culpabilidad personal, o a traiciones ajenas no previstas. Sus efectos son la desesperanza y la pérdida de la propia autoestima. Llevan a la tristeza y a la percepción de una soledad insoportable. Es comparable a la condición de quien haya sido sacado a la fuerza del calor de su hogar confortable para ser llevado y abandonado en el exilio, donde a nadie pertenezca, por nadie sea conocido, a nadie le importe. Allí uno vaga añorando los tiempos idílicos de su pasado, que, poco a poco se le van despintando de la memoria. Lo más sufrido es no tener siquiera una meta deseable, un puerto seguro hacia donde nadar. Encerrado en esta horrible trampa lo peor es creerse en conflicto con Dios, a Quien uno no ve por ningún lado como si hubiese muerto o no hubiese nunca existido.
A pesar de todas estas apariencias desastrosas, en el camino que conduce al ser humano hacia su felicidad ocupa un espacio esencial lo que los místicos han definido como ‘la noche oscura’. Los Evangelios se refieren a ello cuando, perentoriamente, proclaman que ‘¿No estaba escrito que el Cristo tenía que pasar por muchas tribulaciones para entrar en su gloria?’ (cfr. Lc 24,26).
La vida de Jesús, el Mesías, el único Justo, ha sido un misterioso drama, por el que ha sido despojado de absolutamente todo, incluyendo su propia vida corporal.
¿Qué sentido tiene el despojamiento interior implícito en la experiencia espiritual de ‘la noche oscura’? Su sentido es el de mostrarnos que no tenemos en este mundo nuestra morada permanente. Así lo explicaba san Pablo: ‘Hermanos: les quiero decir una cosa: el tiempo apremia. Por lo tanto, conviene que los casados vivan como si no lo estuvieran; los que sufren , como si no sufrieran; los que están alegres, como si no se alegraran; los que compran, como si no compraran; los que disfrutan del mundo, como si no disfrutaran de él; porque este mundo que vemos es pasajero’ (1Cor 7,29-31).
Para cuando nos hallemos hundidos ‘en la noche oscura’, vale la pena suplicarle a Dios, acudiendo al Salmo 42, el canto de la cierva sedienta: ‘Como anhela la cierva los arroyos, así mi alma te anhela a ti, Dios mío. Mi ser tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo podré ir a ver el rostro de Dios? Son mis lágrimas mi pan de día y de noche, cuando me dicen todo el día: ‘¿Dónde está tu Dios?´. El recuerdo me llena de nostalgia: cuando llegaba a la Casa de Dios entre gritos de júbilo guiando a muchos peregrinos. ¿Por qué desfallezco ahora y me siento tan azorado? Espero en Dios, aún lo alabaré: ´ ¡Salvación de mi rostro, Dios mío!´… De día enviará Yahvé su amor, y el canto que me inspire por la noche será oración al Dios de mi vida. Diré a Dios: Roca mía, ¿por qué me olvidas?, ¿por qué he de andar sombrío por la opresión del enemigo? Me rompen todos los huesos los insultos de mis adversarios, todo el día repitiéndome: ¿Dónde está tu Dios? ¿Por qué desfallezco ahora y me siento tan azorado? Espero en Dios, aún lo alabaré: ¡Salvación de mi rostro, Dios mío! (Sal 42).
Clavado en lo alto de la cruz, mientras los incrédulos, que pasaban abajo, se mofaban de él, Jesús clamaba rezando el salmo 22: ‘Dios mío: ¿por qué me has abandonado?’ (Mt 27,46). Lo hacía para manifestarle al Padre que únicamente en Él tenía puesta su esperanza.
La ‘noche oscura’, vivida como una verdadera muerte emocional que precede siempre la muerte cerebral, es efectivamente el momento más sagrado de toda existencia humana: es el momento de la plena obediencia, o sea: de la perfecta comunión que un hijo le obsequia a su Padre.