Gian Claudio Beccarelli Ferrari
El ser humano expuesto a las intemperies sufre de inseguridad. Le amenaza tanto el excesivo calor durante el día como el intenso frío de la noche. Necesita amparo, porque su hábitat es, de por sí, peligroso. Tiene que protegerse de las fieras y de los enemigos. Al comienzo le sirvieron de escondite las cuevas halladas entre las peñas, pero, luego, inventó algo más confortable, al que llamó ‘casa’, hogar. El hogar implica la convivencia cariñosa de todos los integrantes de la familia. El hombre levantó, pues, su casa utilizando los materiales disponibles: madera, piedras, bloques de hielo, adobes, ladrillos, etc. Mejorando el progreso tecnológico hizo de sus casas unas verdaderas fortalezas y cómodas habitaciones equipadas con toda clase de conforts.
Resultó genial traer al hogar el agua corriente, el vital líquido, complemento de la alimentación y necesario para el aseo. Luego llegó el momento de sustituir las humeantes antorchas con pequeñas bombillas iluminantes. Por fin llegó la era del ‘aire acondicionado’, para calentar o enfriar el ambiente, según la necesidad. Las mejoras siguientes parece que no tendrán límite. Aparecieron el radio y el teléfono para facilitar las comunicaciones a distancia. Y ahora nos alegra la maravilla de la televisión, de colores, tan grande que puede ocupar una entera pared.
Al interior de la casa la vida humana se ha vuelto siempre más placentera en la medida en la que ha crecido el amor recíproco entre sus moradores. Tanto es así que la experiencia de convivir nos hace conscientes de la presencia del ‘Dios por quien se vive’ o ‘el Dios con nosotros’. Los iconos de Jesucristo, de la Virgen María y de algún otro santo protector, nos lo hacen perceptible. También las fotos colgadas en las paredes de las distintas estancias evidencian la historia de la familia, conservando el afectuoso recuerdo de quienes nos han precedido en el Reino de los cielos.
Un hogar cristiano no es una isla, o sea: no es una porción separada del resto de la humanidad. Es, más bien, la célula de un tejido social más amplio que conforma una nación solidaria, unificada por la misma cultura. Pero donde mejor se manifiesta la mayor unidad entre los seres humanos es al interior de la Iglesia de Jesucristo, porque allí el mismo Espíritu nos enriquece a cada uno con carismas personales en orden al bien común.
De su parte, siempre Dios había querido cohabitar con sus creaturas humanas. Primero lo consiguió ordenándole a Moisés que levantara en el medio del campamento de los descendientes de Israel una ‘Tienda’, llamada ‘de las Reuniones’ en la que entraba Moisés para entrevistarse con Dios de la misma forma que un amigo visita a un amigo. Luego tomando posesión, descendiendo con su Gloria, en el Templo que Salomón edificó en Sión, en el centro de la Ciudad Santa de Jerusalén.
En esta dirección queda emblemática la profecía que Natán le hizo al rey David: ‘Yo te edificaré una casa a ti’ (2 S 7,28), al que David contestó: ‘Tú, Señor Yahvé, has hablado y con tu bendición la casa, o sea: la descendencia, de tu siervo será eternamente bendita’ (2 S 7,29).
En la plenitud de los tiempos, el Mesías, Jesucristo, purificó el Templo de Jerusalén de la usurpación de los Sumos Sacerdotes Saduceos, que lo habían profanado, haciendo de él ‘una cueva de bandidos’, para sustituirlo con el Templo de su propio Cuerpo muerto y resucitado. En efecto, Jesucristo resucitado, y nadie más, es, para el hombre la verdadera ‘casa de salvación’: el refugio seguro. En honor de Él podemos cantar el salmo 18: ‘¡Las olas de la muerte me envolvían, me espantaban los torrentes destructores, los lazos del Hades me rodeaban, me apresaban los cepos de la muerte! En mi angustia grité al Señor, pedí socorro a mi Dios. Desde su Templo escuchó mi voz, resonó mi grito a sus oídos. Inclinó los cielos y bajó. Lanzó su mano de lo alto y me agarró para sacarme de las aguas caudalosas, me libró de un enemigo poderoso, de un adversario más fuerte que yo: Él, mi roca, mi baluarte, mi libertador, mi escudo en que me amparo, mi ciudadela, mi fuerza salvadora’.